18 de julio de 2010

Ceda el asiento

Hay días mejores que otros. Días que empiezan bien, porque el café te sale a tu gusto; y días que empiezan mal por cualquier tontería, como tropezarte con los libros que hay tirados al lado de tu cama nada más levantarte. Cosas así hacen que tengas ganas de gritar para el resto de la mañana.

Si encima toca ir en transporte público a donde quiera que tengas que estar, es posible que las cosas empeoren. Salvando las bondades medioambientales de utilizarlo, pocas ventajas he encontrado a lo largo de estos años para su utilización. Viviendo donde vivo, una hora dando tumbos no me la quita nadie, da igual a dónde vaya.

Esas mañanas yo ya lo doy todo por perdido. Me pongo zapato bajo para salvar más cómodamente los quince minutos que me separan de la boca de Metro más cercana a mi casa, y camino a buen paso, como para dar a entender que lo de los quince minutos es cosa mía, que cualquiera tardaría sólo cinco.

Pero sorpresas te da la vida. Resulta que no todo es tan negro como parece: ni el día, ni la gente, ni el transporte público.

Una noche, tras una jornada especialmente dura (y en la que por la mañana olvidé el tema de los zapatos cómodos) caí rendida en uno de esos asientos cuádruples del Metro. Uno de esos en los que dos asientos están colocados enfrente de otros dos, de forma que la salida o la entrada son especialmente difíciles si alguien ya está sentado.

A mi lado, en el asiento gemelo situado al otro lado del pasillo, una madre y un niño charlaban con dos señoras de mediana edad. Una de ellas hablaba con especial interés al niño, y le preguntaba por sus gustos y aficiones, como si lo de conversar con gente en esa franja de edad fuese coser y cantar.

En esas estaban cuando una niña, de la misma edad poco más o menos que el chaval sentado, llegó al asiento procedente de otro lado del vagón, y mirando a la señora le dijo:
- Mamá, es la siguiente.

En esto, el niño se dio cuenta de que esa señora sería de mediana edad, pero allí estaba con una hija que tenía sus mismos años. Rápido, sin darse cuenta de lo que la niña acababa de decir, se levantó del asiento de un salto y dijo:
- ¡Siéntate aquí!


Otra tarde decidí volver en autobús a mi casa. La verdad es que de esa forma tendría que andar veinte minutos hasta mi casa en lugar de quince, pero lo de los cambios de línea de Metro es algo que me supera, así que decidí subir al autobús y no volver a bajar hasta llegar a mi barrio.

No diré que el autobús iba lleno de gente porque mentiría. Iba hasta arriba. Y no hay nada que saque más a relucir la mala educación de la gente que un autobús en esas condiciones.

Ni un asiento vacío, hasta que una mujer mayor, sorteando a varios jóvenes sentados cómodamente, logró llegar a la mitad del autobús y bajar uno de esos asientos que se pliegan para que quepan los carritos de los niños.

Una vez sentada, y dos o tres paradas después, y señor más mayor que ella subió (como pudo) al autobús. Los que estábamos de pie le dejamos avanzar como buenamente pudimos para que al menos no estuviese en la puerta. En eso, llegó a la mitad del autobús, y la señora que había conseguido sentarse se levantó cediéndole su asiento. Diría que lo hizo "ante la mirada impasible de los jóvenes que estaban sentados cómodamente", pero no fue así, porque ni siquiera se dieron cuenta de que una mujer sesenta años mayor que ellos le estaba cediento su asiento a un señor mientras ellos mostraban su total indiferencia.

Yo pensé: "usted no tenía que hacerlo".
Y pensé también: "no está todo perdido, aún hay gente cabal en el mundo, no importa su edad".

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