Ayer contigo, contigo, contigo y contigo

Ayer hacía mucho tiempo desde la última vez que estuve contigo. Y contigo, y contigo. Contigo un poco menos, pero creo poder decir, sin equivocarme, que también hacía mucho tiempo que no estábamos juntas. 

Ayer nuestra mesa soportaba en sus cuatro patas todo lo que el aire no puede aguantar a través del tiempo: mensajes de teléfono, alguna que otra llamada, un e-mail desde el Polo Norte, donde viven los pingüinos. La mesa era mucho más pequeña de lo que fue en otro tiempo, estaba más limpia y más ordenada. Había comida, como entonces, pero no eran galletas ni palomitas, ni tarteras con la comida de casa, ni vasos de café endulzados con azucarillos ilegales.

Tú traías a cuestas lo que no pudiste traer contigo, lo que tuviste que dejar en el Polo, donde viven los pingüinos. Pero el resto de cosas te hacían sonreír, aunque hace muchos meses que bajaste del avión con el ukelele a cuestas. Tú te has vuelto más humana, como dice la otra, pero es porque ahora te lo puedes permitir, porque ahora tienes quien valore tu emergente humanidad, tus risas, tus sonrisas y tus lágrimas. Tú no tienes prisa, ni falta que hace, porque hay tiempo de sobra para querer. Y tú trajiste noticias que no conocíamos, cosas chocantes, pero con final feliz. Yo puse lo que tengo, que no es poco, ni mucho, ni nada, suficiente para acudir a una mesa de buenas noticias, de buenos propósitos y planes de futuro. 

Ayer nuestra mesa estaba llena, lo estuvo incluso cuando ya no quedó nada. Lo estuvo pese a las miradas heladas de los camareros. Lo estuvo hasta que nos levantamos de allí.